Solo falta que caiga un meteorito.
Caigo en las mismas trampas tan fácilmente. Caigo y caigo en el amor, tan rápido, tan duro, tan estrepitosamente que la catástrofe es el olvido, la ceguera del tiempo, el momento inicial en que un objeto se desplaza por la gravedad orbital y destruye la atmósfera para después reventar el suelo. El corazón hoy por hoy es escéptico, pero de igual manera cae con la misma fuerza y ya ni siquiera por erro, sino por abalanzarse sobre la trampa y es que ¿como no?, si hace temblar el suelo, recorta el ambiente apenas avisa su llegada, Nada se puede hacer si no volver a caer y capaz romper alguna ley física, que esta vez por apocalíptica que sea la caída el resultado paradisiaco sea.
Mientras se escucha jazz de fondo y las persianas no detienen el sol, el ventilador a punto de quemarse, la cena a medio acabar y harapos pegados al suelo, dos cuerpos se deslizan con súbdita fricción, amaneciéndose entre calores húmedos, pegajosos, detenidos en el momento en que el fuego alcanza su espiral malévola y los viejos huesos truenan cuando las piernas se enroscan en las caderas; las manos sellan las escrituras de la frente, los ojos achinados, los labios resecos leyéndolos delicados como pergaminos jesuitas. Marcando páginas el uno para el otro, grabando pasajes y derribando mentiras,
¿Qué más se puede pedir? ¿Eh? ¿Cuándo el silencio es tan maravilloso como el advenimiento del apocalipsis?
Cuando por un aliento se olvida la trampa, cuando por una caricia olvidas la pata sangrante, cuando espera con paciencia y que su gentileza acabe esto de una vez por todas. Cuando sabes que eres un tonto por querer esto para siempre, pero sí, podría ser si cayese un meteorito ahora mismo. Sí, solo falta que caiga un meteorito.
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