Fintas a la sombra.

         Cuando todo aquello que odiamos reconoce nuestro odio se convierte en una competencia descarnada por divisar en un horizonte futuro y fétido donde el ultravioleta toma la siesta, quienes de ambos podrán destruirse a sí mismos hasta no reconocerse ni en su propia sombra, la capa de seda negra y el sueño de villanescos, pero hombres al fin, hombres. 

    He tomado la decisión hace ya tiempo de que tengo que brindar a mi entorno algo de felicidad, una alegría, alargar la finitud de sus sonrisas para que parezca al menos por un instante que vivir y nadar contra marea valga la pena, que vivir y nadar puedan driblar las fauces sedientas de penumbra, obviarlas y con un poco de suerte olvidar que alguna vez menciono nuestros nombres. Debo intentarlo, aunque sea fútil y poco objetivo, porque lo abstracto escondido en la oscuridad donde el humano común no puede ver, se encuentran los límites de la cordura, la cumbre hacia el precipicio, el margen que separa la cálida tierra del antipático abismo. El descenso.

    Mi misión es sencilla y, sin embargo, ardua, llena de grises lobos, de púas amenazantes y trampas vietnamitas. Es la muerte propia, la muerte de algo que adentro empuja y jala a la vez que hablo, a la vez que desierto de mi propia voluntad al despertar entre azules vagos y tenues cremas, es colocar más cal sobre la tierra y envenenarla para que no crezca nada en ella ni que las lágrimas puedan reanimarla del descanso perpetuo. De modo que es esquivar, hacer equilibrio entre la caída infinita, la muerte y la sonrisa del prójimo


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