Recortes. Collages. Partidas.

En fin. Me senté una noche de tormenta avisada en una mesa a compartir historias con unos viejos, bastante viejos y bien conocidos. Sus historias ya se han grabado tanto sus excusas e inquietudes que casi siempre son infundadas, creadas por las maquinarias mentales del día y agitadas en los sudores de madrugada cuando despiertan al salto en el momento que un viento frío les recorre los pies. 

 Uno de ellos, el más cercano a mi edad, un hombre esbelto y de buenas proporciones, lleno de esperanzas y no espera traiciones mudas, no espera sangre en el pasillo y tampoco tiene razón de esperarse semejante terror. Mi corazón se achica al oírlo; relatar sus planes. Todo eso que dice se desmoronó a través de la adultez, la amargura, la rutina y los vicios. 

La soledad me está matando. Ya no sé qué hacer conmigo, como la canción. Probé, probé y nada acaba por desenterrar el collage: partes de una misma cara, abstracta, vistiendo la sombra. 

Collares y tantas mujeres que ahogan, hunden al fondo el aire. La soga al cuello. 
Yo soy todos ellos. Un pintor, un arquitecto, un cinéfilo, un escritor. Un aficionado a la sensibilidad de las actividades humanas y una dualidad de la realidad llamada ambigüedad. Soy todos ellos y nunca soy uno a la vez. He decidido que mi destino es vivir en la incomodidad e insatisfacción, esperando que un día al cruzar la calle se acabe todo en un grito, un golpe y una bocina. 

Lágrimas que caen a peso y ya no puedo parar de llorar. Veo fotos donde la sonrisa no era pose, no era de un payaso sin fiesta. 

Ya sé que no es tarde, es tarde para irse a dormir. No quiero ser este oso hibernando para siempre, por la eternidad de los tiempos que corren. Otros hombres solo han quedado como recortes y partes de algo que alguna vez tuve, que ocasionalmente pude sentir, pero estoy roto, despedazado y lo único que puedo sentir son los filosos bordes de papel que siempre conmueven una recóndita memoria en los adentros. 

Estoy al borde de la mesa, el suelo abismal refleja mi silueta e implora que vaya a visitarla. 
No sé, quizás no estoy hecho para vivir amorosamente. Me he entrenado para disfrutar solo, de vivir solo, pero no para sentirme desolado, desierto y con huecos de bala metafísicamente mirándome en el suelo. 

La noche estrellada. Los poemas de un oficinista apurado. Los llantos, el rimel, el labial corrido. Los signos del futuro, placer que no puedo detener. 

¿Este es mi miedo? ¿A tocar, de nuevo, las nubes? ¿A dormir esperanzado por el mañana? 

Es que no lo sé, no se nada de nada. Las fotos son explícitas: hubo aleteos, cosquillas y nerviosas palabras que me hicieron feliz, alegre en un momento no presente. 

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