Calima.

Sucedió las semana pasada entre el fin de septiembre y el comienzo de octubre. Volaba una año pesado de calor aceitoso, calcinante, hirviendo los jugos gástricos del estomago. Los mareos, las enfermedades por picaduras eran cada vez mas virales, contagiosas como la abundante felicidad que nos trae vivir un año mas en la dudosa seguridad de nuestra almohada y la compañía de esbeltas figuras con polvos blancos, sabor a rímel.

Anunciado. Se sabia por esos días que una masa blancuzca, un tejido tosco de gases invadía la ciudad. Acumulado. La montañas que rodeaban los limites del distrito estaban tapadas, cubiertas de plástico recalentado.  Olor a mugre de cajón. En las mañanas abrir los ojos y mirar por los ventanas empañadas de moscas y pichones intentando salvarse de la asfixia, el sol arreciaba el asfalto queriendo hundirlo, unirlo con la tierra, la vegetación pisada.

Cada vez en el noticiero que era mas desayuno que el desayuno se hablaba poco de donde venia esto, aunque te podrías hacer una idea clara de donde y por quienes se daba esta situación. Se lanzaba al aire sonidos de accidentes, cada vez mas accidentes, muertos, heridos, enfermos, hospitalizados y las camas de cada clínica llenas de urgencias y gente pálida. En carreteras autos chocados, en supermercados desmayados, en la calle cocinados hasta la calvicie. 

Nadie a cabo de unos días quería salir a hacer nada. 

Se nos había arrebatado el aire, el combustible y las ganas de llevarse un bocado a la boca. 

Expuestos a la amenaza, mordisqueábamos pedruscos dulces, sorbíamos café colado en medias de mujer. Miran a la cara para buscar alimento, alimento a la duda. Recalentando comida de sobras. Mezclando arroz con papa, papa con arroz y pasta frita con pasas de uva. 

Calima se llama. 

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